Clase 10/ Período 1989-2003/ La resistencia al menemismo.

 Entre la fragmentación y la reconstrucción

de la resistencia, 1989-2003
Ezequiel Adamovsky.

"Los grandes cambios de la era neoliberal significaron, lo hemos visto, una gran fragmentación y
pérdida de sentidos de pertenencia para las clases populares. Con el peronismo casi irreconocible, su
orfandad política se hizo patente. Por otra parte, tras la derrota que significó el Proceso, la izquierda
no conseguía hacer pie. En las elecciones de 1989 una coalición integrada por los comunistas y los
trotskistas del MAS alcanzó un 2,45% de los votos, un porcentaje todavía pequeño pero bastante
superior a lo habitual. Sin embargo, muy pronto las rencillas internas terminaron destruyendo al
MAS y disolviendo la alianza. Los años noventa, marcados por la victoria final de las clases
dominantes, pasaron como un vendaval arrasador. Entre la desolación, sin embargo, las clases
populares se las arreglaron para resistir. Y aunque su lucha fue casi siempre defensiva, pudieron
lograr algunas victorias parciales y, más importante, fueron reconstruyendo lazos de solidaridad e
inventando nuevas formas de hacer política.

La década se abrió, como habíamos visto, con una inédita oleada de saqueos. Como parte del
“golpe de mercado” contra Alfonsín, los precios de los alimentos subieron entre un 400 y un 1000%
sólo en los primeros cinco meses de 1989 (los salarios lo hicieron apenas un 200% en todo el año).
Como, además, el gobierno había recortado los programas de ayuda social, la situación se hizo
desesperante. El saqueo de comercios comenzó el 25 de mayo en las barriadas pobres de Córdoba y
Rosario y cinco días más tarde estallaba en el conurbano bonaerense. Para comienzos de junio ya
había habido saqueos en Mendoza y Tucumán y otros episodios menores en Santiago del Estero,
Corrientes y San Juan. Al terminar esta oleada había quedado un saldo de catorce muertos y más de
cien heridos. Aunque el gobierno y algunos medios acusaron sin ninguna prueba a “grupos
subversivos” por los disturbios, sus protagonistas fueron hombres y mujeres comunes.

No se trató de una acción política, pero sí fue colectiva: quienes saqueaban no iban solos sino en grupo, con sus vecinos y familiares, de manera espontánea pero más o menos organizada. Aunque no tuvieran objetivos políticos explícitos, sí tuvieron resultados: forzaron al gobierno a implementar un
inmediato congelamiento del precio de los alimentos, el adelantamiento de la sucesión presidencial y,
poco después, la ampliación de los subsidios sociales. De hecho, el saqueo fue una forma de poner
límites a las políticas de ajuste que se manifestó, en estos años, en varios países latinoamericanos.
El inicio de las privatizaciones de Menem, hasta el año 1991, estuvo marcado por una intensa
resistencia sindical. Se destacó la de los telefónicos y la de la comunidad de San Nicolás, dependiente
de la empresa Somisa, donde se despidió a más de seis mil trabajadores. A partir de entonces los
conflictos sindicales fueron menores, en parte porque las derrotas de los años previos crearon
desánimo, pero también porque el gobierno había conseguido ordenar la economía y poner en
marcha una hábil negociación con la burocracia sindical para desactivar las protestas. Se notaba por
entonces que la constante prédica de las ideas privatistas desde los medios de comunicación había
calado hondo también en parte de las clases populares. Sólo los gremios más golpeados por el ajuste,
los estatales y los docentes, continuaron resistiendo, con sus sindicatos ATE y Ctera al frente. En el
interior hubo en estos años luchas épicas.

Los estatales santiagueños protagonizaron en 1993 una
verdadera pueblada. Durante el día de furia que se conoció como el “Santiagueñazo”, incendiaron las
sedes de los tres poderes del Estado y persiguieron a los políticos locales, acusados de corrupción.
Los estatales jujeños tampoco les dieron tregua a sus gobernadores: entre 1990 y 1994 cinco de ellos
tuvieron que abandonar el poder sin poder concluir sus mandatos, por efecto de las impresionantes
movilizaciones, que con frecuencia terminaban en batallas campales con la policía. El Frente de
Gremios Estatales siguió conduciendo allí importantes luchas, que tuvieron su pico en 1997 con el
“Jujeñazo” (durante el cual consiguieron establecer diecinueve cortes de ruta simultáneos como
forma de protesta). Los estatales también resistieron enérgicamente en Río Negro, Córdoba y San
Juan, entre otros sitios. Por su parte Ctera, que ya había organizado huelgas generales y
movilizaciones multitudinarias en 1988, motorizó en estos años diversas protestas, la más visible de
las cuales fue la instalación de una “carpa blanca” frente al Congreso en 1997 y durante los siguientes
dos años. En algunas provincias, como Neuquén, los docentes también animaron por entonces luchas
de inédita radicalidad.

Cambios en el movimiento obrero

La complicidad de la CGT con las políticas de Menem habilitó interesantes realineamientos. Un ala
disidente, liderada por el camionero Hugo Moyano, creó el Movimiento de Trabajadores Argentinos
(MTA), que enfrentó al gobierno pero sin salirse de los marcos de la CGT. Pero la novedad más
importante fue la creación de una nueva entidad con ambición de agrupar al movimiento trabajador a
nivel nacional, por fuera de la CGT y en oposición al Partido Justicialista. Liderada por Víctor De
Gennaro, la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) quedó constituida en 1992, impulsada
inicialmente por ATE y Ctera, a los que se sumaron luego otros sindicatos, como la regional Villa
Constitución de la Unión Obrera Metalúrgica. Se trataba de una organización bastante diferente a la
CGT. Para empezar, las autoridades eran elegidas por voto directo de todos los afiliados y se
permitía el ingreso de entidades tanto de primer como de segundo grado. Ya que la industria había
dejado de tener la centralidad que tenía en el pasado, la nueva entidad desarrolló una estrategia de
expansión tanto en lo laboral como en lo territorial, reflejada en su consigna “La nueva fábrica es el
barrio”. Así, se propuso incorporar no sólo a trabajadores, sino también a organizaciones de
inquilinos, pequeños propietarios rurales y desempleados. Desde 1996 realizaron encuentros
nacionales de desocupados, que dos años más tarde desembocaron en la creación de la Federación de
Tierras y Vivienda (FTV), un conglomerado de organizaciones de base de campesinos, indígenas,
habitantes de villas, inquilinos y trabajadores sin empleo, bajo la conducción del dirigente matancero
Luis D’Elía.

La CTA fue la principal impulsora de varias huelgas generales y de dos de los hitos más
importantes de la resistencia al neoliberalismo en estos años. El primero fue la “Marcha Federal”
que, partiendo desde diversos puntos del país, consiguió reunir una enorme multitud en Plaza de
Mayo el 6 de junio de 1994. A la marcha, convocada por la CTA y otros agrupamientos sindicales, se
sumaron entidades de todo tipo, incluyendo partidos políticos, agrupaciones estudiantiles y algunas
de pequeños y medianos empresarios. El segundo hito fue el del Frente Nacional contra la Pobreza
(FRENAPO), nacido en 2001 con el objetivo de impulsar una ley por la que el Estado garantizara un
ingreso universal suficiente como para que nadie cayera bajo la línea de pobreza. En la iniciativa
también participaron, junto a la CTA, entidades de todo tipo. Decenas de miles de voluntarios se
ofrecieron para colaborar en la organización de un plebiscito informal convocado para mediados de
diciembre en todo el país, que recolectó más de tres millones firmas en apoyo al proyecto.
Además de la CTA, surgió en 1994 otra nueva entidad que pronto adquiriría gran relevancia. Al
calor de las luchas de los estatales jujeños, se formó la Corriente Clasista y Combativa (CCC), ligada
al Partido Comunista Revolucionario (PCR) y bajo la conducción de Carlos “El Perro” Santillán. La
CCC en verdad no era un sindicato ni una central, sino una corriente político-sindical que actuaba en
el interior de otras organizaciones, especialmente sindicatos de base y comisiones internas. Tal como
la CTA, la CCC pronto puso en marcha una estrategia de expansión territorial, por las que sumó un
ala de jubilados liderada por Raúl Castells y, en 1998, otra de desocupados, dirigida por Juan Carlos
Alderete. Aunque el PCR se reservó las grandes decisiones, la CCC adoptó una práctica novedosa,
que dejaba buena parte del manejo de la organización en manos de las asambleas de base de cada
sector y de cada zona. Eso le permitió una notoria expansión entre las clases populares en buena parte
del país.

 En estos años con frecuencia participaron en luchas en conjunto con la CTA.
La deserción de los grandes sindicatos del sector industrial contribuyó a que se exploraran otras
alternativas de organización y de lucha. Ante el vaciamiento de algunas empresas, algunos grupos de
trabajadores se organizaron para asumir la defensa de sus puestos de trabajo. Como las instituciones
representativas y las canales de negociación no daban respuestas, los métodos que adoptaron fueron
las asambleas y la acción directa. En 1998, cerca de cien trabajadores de la metalúrgica IMPA, en la
ciudad de Buenos Aires, tomaron la planta y la pusieron a funcionar bajo gestión obrera. Como no
contaron con el apoyo de la UOM, para evitar el aislamiento fueron desarrollando lazos de
solidaridad con otros sectores y actividades para la comunidad, como la creación de un centro
cultural y un bachillerato popular.

De manera similar reaccionaron los trabajadores de Zanón, una de
las fábricas de cerámicos más importantes de América Latina, situada en Neuquén. La patronal venía
forzando medidas de “flexibilización” y despidos, además de descuidar la seguridad, lo que causaba
frecuentes accidentes laborales, algunos de ellos fatales. Pronto se percibieron también maniobras
que conducían al vaciamiento de la empresa. Ante esta perspectiva, los trabajadores se
autoorganizaron y en 1998 consiguieron recuperar el control de la comisión interna del sindicato.
Desde entonces, en parte por el aporte de un pequeño grupo de militantes marxistas que trabajaba en
la planta, el proceso de toma de decisiones se realizó mediante asambleas de base que fueron
ganando en radicalidad y en identidad clasista. En el año 2000, la muerte de un trabajador expuso de
manera patente el descuido en que estaba la guardia médica de la planta. Fue la chispa que desató un
proceso de mayor movilización, que debió enfrentar al mismo tiempo a la patronal, la represión
estatal y las agresiones de la burocracia sindical. Entre huelgas y manifestaciones, la comisión
interna de Zanón consiguió finalmente desplazar a la camarilla corrupta que conducía el gremio
ceramista local a gusto de los empresarios. Para entonces se hizo notar la gran solidaridad que
despertaba la lucha en los demás gremios y en toda la comunidad neuquina. Las primeras victorias
los animaron a ir por más y en agosto de 2001 fueron los principales promotores de un llamamiento
para la conformación de una Coordinadora “antiburocrática” de trabajadores que congregó a
numerosos delegados de varias regiones del país. Ante un virtual lock out patronal, en septiembre
finalmente tomaron Zanón y pocos meses después la totalidad de la gigantesca fábrica reiniciaría sus
actividades bajo gestión obrera. La ocupación de la textil Brukman el 18 de diciembre del mismo año
por parte de 52 de sus trabajadores, en su gran mayoría mujeres, fue el signo inequívoco de un nuevo
fenómeno que se haría notorio durante los meses siguientes: el surgimiento de un verdadero
movimiento de “empresas recuperadas” y puestas a producir por sus propios trabajadores, que
pronto sumó más de 160 casos.

El movimiento piquetero

La privatización de la petrolera YPF, realizada con la complicidad de la dirigencia sindical, se
tradujo en la pérdida de miles de puestos de trabajo. Para algunos poblados que vivían de esa
industria la situación fue tan grave que amenazaba con convertirlos en pueblos fantasma. Ante esta
perspectiva, en 1996-1997 se produjeron masivas puebladas en Cutral-Co y Plaza Huincul (Neuquén)
y Tartagal y Mosconi (Salta). Las comunidades enteras se alzaron allí en rebeldía y salieron a cortar
las rutas, como modo de llamar la atención sobre su situación. Los jóvenes desempleados (tanto los
ex petroleros como los que nunca habían accedido a un empleo) se pusieron al frente, pero en las
asambleas y “multisectoriales” mediante las cuales coordinaban inicialmente la lucha, participaban no sólo desocupados, sino también comerciantes, docentes y pequeños empresarios; se trató de
resistencias de carácter verdaderamente comunitario en las que ninguna de las organizaciones
políticas o sindicales existentes desempeñó un papel relevante.

Una primera experiencia de “traición”
de un grupo de representantes elegidos para negociar con el gobierno terminó de convencerlos de la
necesidad de apegarse a los métodos de decisión asamblearios y no delegativos. Ante estas nuevas
formas de lucha, el Estado intentó primero aplicar la represión a gran escala; para justificarla, se
lanzaron acusaciones infundadas de “rebrote subversivo” en el sur y de la presencia de
“francotiradores” de la guerrilla colombiana en el norte, de las que la prensa se hizo eco. Pero la
magnitud de la participación popular impidió que el conflicto se resolviera a pura represión. Como
complemento, el Estado nacional lanzó en 1996 los “Planes Trabajar”, que profundizaron el estilo de
intervención mediante subsidios y asistencia alimentaria a cambio de horas de trabajo como
contraprestación. Para 1997 ya había 200.000 beneficiarios.

Estas experiencias iniciales probaron la efectividad del corte de ruta como método y la asamblea
como forma de organización, con el horizonte inmediato de la obtención de subsidios. Así, las luchas
que se inspiraron en ese modelo pronto se multiplicaron por todo el país, especialmente animadas
por los más jóvenes. La prensa había bautizado “piqueteros” a los primeros que bloquearon rutas en
Neuquén. Ese nombre fue retomado por los propios desocupados y pronto adquirió un sentido de
orgullo e identidad que ayudó a muchos a salir del estigma que significaba estar desempleado. Este
orgullo se constituyó con frecuencia (aunque no siempre) por fuera de los marcos del peronismo o
incluso en oposición a él, en lo que significó la primera expresión política de afirmación plebeya, en
muchos años, que prescindía de ese legado. Su ejemplo se expandió incluso a otras clases. Aunque
suele asociarse el corte de ruta con los “piqueteros” y a éstos con la clase más baja, en realidad
muchos otros sectores participaron de esa forma de acción. Un estudio contabilizó 685 cortes de ruta
en todo el país entre 1993 y octubre de 1999; de ellos, sólo un 36,8% fue protagonizado por
asalariados (desempleados pero también ocupados, que en realidad eran la mayoría). Contrariamente
a lo que suele creerse, 47,6% fueron organizados por pequeños y medianos propietarios, productores
agropecuarios, comerciantes y otros empresarios o estudiantes, especialmente hacia el final del
período.

Sin buscarlo, en 1999 el gobierno de De la Rúa tomó una decisión que significó un fuerte
espaldarazo para las organizaciones piqueteras. En un intento de restarles poder a las redes
clientelares del peronismo, enquistadas en las provincias y municipios que controlaban los planes
sociales y definían a quiénes les correspondían, el gobierno decidió otorgarle a las organizaciones
de desocupados la administración de los subsidios y la capacidad de confeccionar sus propias listas
de beneficiarios. La decisión efectivamente debilitó en algo al PJ, pero al costo de fortalecer las
organizaciones piqueteras y el entusiasmo de los más pobres por participar en ellas con vistas a
obtener un beneficio. Aunque sólo un 10% de los planes llegó a estar controlado por los propios
piqueteros, los recursos así obtenidos permitieron a algunas organizaciones un gran despliegue de
trabajo comunitario, que incluyó la creación de comedores, proyectos autogestionados de huertas,
panaderías, construcción de viviendas, e incluso pequeñas fábricas y obras públicas de importancia.
En muchos barrios devastados por la pobreza y el desempleo, la organización de desocupados se
transformó en una verdadera fuerza de reconstrucción del lazo social. El movimiento de los
desocupados creció de manera vertiginosa entre 1999 y 2001, alcanzando una dimensión con pocos
antecedentes en la historia mundial. Iniciado en el interior, para entonces su epicentro pasó a ser el
Gran Buenos Aires.

Cantidad de organizaciones “piqueteras” surgieron en estos años. Las mencionadas FTV y CCC
fueron las de mayor peso; aunque tuvieron presencia en varias provincias, el distrito fuerte para
ambas fue La Matanza. Desde 1996, se formaron también, especialmente en la zona sur del Gran
Buenos Aires, varios Movimientos de Trabajadores Desocupados (MTD), cada uno anclado en un
distrito e independientes el uno del otro. Otras siglas se fueron sumando, hasta crear un escenario
abigarrado de decenas de organizaciones autónomas de diverso tamaño, entre las que se destacaron
el MTR y la UTD de General Mosconi. En su núcleo fundador con frecuencia se reconocían tres
legados: militantes marxistas sin partido (muchos de ellos con antecedentes de participación en
organizaciones de los años setenta), otros que se habían alejado desencantados del peronismo y/o con
experiencia sindical, y por último aquellos procedentes de las comunidades eclesiales de base que los
curas tercermundistas habían animado en décadas previas. Con frecuencia, esos tres legados
estuvieron presentes en los inicios una misma organización. A las organizaciones autónomas se
sumaron tardíamente, en 2001, otras asociadas a partidos de izquierda, que vieron en los métodos
piqueteros y en la organización de los desocupados una oportunidad para reencontrarse con una base
de apoyo plebeya que desde hacía mucho les era esquiva. Entre otras se destacaron el MTL (asociado
al Partido Comunista), el MST-TV (Movimiento Socialista de los Trabajadores), Barrios de Pie
(Patria Libre) y el Polo Obrero (Partido Obrero).

Para evitar el riesgo de la fragmentación, en julio y septiembre de 2001 se convocaron dos
grandes “asambleas piqueteras” en La Matanza, con delegados de todo el país. Las diferencias
políticas hicieron imposible la unidad, de modo que se fueron delineando tres grandes bloques. El
mayoritario fue el que formaron la FTV y la CCC, de tradición más nacional-populista y actitud mas
“dialoguista” con el gobierno. Las organizaciones más autónomas y sin referencia con partidos o
sindicatos coordinaron acciones en el Movimiento de Trabajadores Desocupados “Aníbal Verón”, en
el que tuvieron influencia ideas anticapitalistas de corte basista o “autonomista”, muy críticas
respecto de las prácticas de la izquierda tradicional. Por último, los agrupamientos controlados por
partidos de izquierda o de tradición más exclusivamente marxista se reunieron en el Bloque
Piquetero Nacional.

La aparición del movimiento piquetero fue prueba de la capacidad de las clases populares de
recomponerse políticamente a partir de las profundas modificaciones que su mundo había sufrido.
Como vimos en el capítulo anterior, la experiencia vital de buena parte de las personas más pobres
había dejado de transcurrir por la fábrica o el lugar de trabajo, para trasladarse al barrio. Asimismo,
la nueva política asistencialista del Estado se había implementado utilizando las redes de lazos
personales que existían en las zonas más carenciadas. Ese fue el difícil contexto para el que el
movimiento piquetero encontraría una respuesta. Ya que la fábrica o el sindicato habían dejado de ser
puntos de referencia para la mayoría, el nuevo movimiento se hizo fuerte sobre una base territorial.
Fue el barrio el espacio elegido para rearticular lazos de solidaridad y cooperación política.

La autoorganización comunitaria —promovida por el asistencialismo estatal— fue el punto de apoyo de los movimientos emergentes, que pudieron en ocasiones imprimirle una nueva politización,
librándola, al menos parcialmente, del corset clientelar y permitiéndole articularse con otros grupos.
Roto el encapsulamiento en los barrios, esta repolitización de la organización comunitaria devolvió
al militante territorial su capacidad y su vocación para el antagonismo. De hecho, los diversos grupos
piqueteros surgidos en estos años —incluyendo los vinculados a partidos de izquierda— sólo
consiguieron penetrar en el mundo popular sumando referentes peronistas y “manzaneras”, algunos
de ellos con una vasta trayectoria como líderes comunitarios. El pasaje entre el mundo del
asistencialismo clientelista y el de la lucha piquetera, sin embargo, no siempre se transitó en un solo
sentido. Si bien es cierto que “ser piquetero” se transformó para muchos en una nueva identidad con
un sentido antagonista, para muchos otros “estar con los piqueteros” era apenas un modo de acceder
a un subsidio, no demasiado diferente al que podían haber empleado previamente como parte de una
red clientelar. Con el tiempo, esto condujo a algunas de las organizaciones piqueteras a recrear en su
interior, al menos parcialmente, la lógica jerárquica y despolitizante del clientelismo.

En contraste con la burocracia sindical, que en los años noventa contribuyó a estigmatizar a los
inmigrantes de países limítrofes, el movimiento piquetero permitió su participación; su presencia se
hizo notar en el MTL, Barrios de Pie y otros. Se notó también un amplio protagonismo de las
mujeres. Más del 50% de los piqueteros fueron en realidad piqueteras. A partir de su participación, en
muchos casos pudieron revertir el confinamiento al papel “asistencial” que les tenía reservada la
política clientelar. Así y todo, y aunque varias de las organizaciones tomaron medidas concretas para
favorecer la igualdad de género, la abrumadora mayoría de sus dirigentes y voceros fueron varones.
Pequeños productores, campesinos y pueblos originarios
Las diversas zonas rurales del país también presenciaron en estos años la aparición de novedosas
formas de organización y de lucha. En la región pampeana, la resistencia de los chacareros más
empobrecidos quedó en manos de un inédito Movimiento de Mujeres Agropecuarias en Lucha
(MMAL). Creado en La Pampa en 1995, el MMAL pronto consiguió expandirse a Santa Fe, Río
Negro, Neuquén, Formosa y Córdoba. A través de métodos de acción directa, se las arreglaron en
muchas ocasiones para frenar los remates de campos y los desalojos de quienes habían caído en la
quiebra.

En 1986 renació el Movimiento Agrario Misionero, que había sido víctima de un feroz
ensañamiento represivo durante el Proceso. Como en los años setenta, volvieron a protagonizar
huelgas, movilizaciones y tomas por el acceso a la tierra y por la defensa de los precios del té y la
yerba. Pero pronto se dieron cuenta de que los métodos de antaño habían perdido su efectividad, lo
que los llevó a revisar sus estrategias. La sola confrontación con el Estado o los grandes intereses
privados fue dando paso a la construcción de espacios de comercialización alternativos que les
permitieran un contacto directo con los compradores finales. La idea era dejar de depender del
mercado y construir lazos de solidaridad más amplios con la población urbana, de modo de salir del
aislamiento. Así, en 1995 organizaron una “feria franca” en Oberá, donde ellos mismos ofrecieron a
la venta sus propios productos. La idea fue tan exitosa que muy pronto hubo ferias por toda la
provincia. Paralelamente avanzaron en la organización de cooperativas y de otras redes de
comercialización alternativas y desarrollaron una profunda crítica del modelo de agronegocios que
se venía implantando. Junto con el cambio de orientación estratégica, se notó un nuevo protagonismo
de las mujeres, que contrastaba con el carácter más marcadamente masculino que el MAM había
tenido en el pasado.

Estos años presenciaron también el surgimiento de organizaciones propiamente campesinas en
provincias en las que no existía una tradición previa. Una de las más notorias fue el Movimiento
Campesino de Santiago del Estero (MOCASE). Fundada en 1989, la nueva entidad se propuso luchar
por el acceso a la tierra y contra los desalojos que venían de la mano de la expansión de la frontera
de los agronegocios. Formado por familias que en general no tenían tenencia legal de las tierras que,
sin embargo, ocupaban desde hacía décadas o incluso generaciones, debieron luchar cuerpo a cuerpo
contra las topadoras y contra los matones armados que con frecuencia les enviaron los terratenientes
para amedrentarlos. Cuestionaron también la contaminación resultante del uso indiscriminado de
agroquímicos y la expansión compulsiva de las semillas transgénicas. Su forma de organización
buscó garantizar que las decisiones fundamentales fueran tomadas por las bases y que los dirigentes
se mantuvieran cercanos a ellas.

Desde temprano el MOCASE se vinculó también con el movimiento
de resistencia global a través de su participación en la red conocida como Vía Campesina.
Características similares tuvo el Movimiento Campesino de Córdoba, fundado a fines de la década de
1990, y entidades similares que aparecieron en Formosa, Salta y otras provincias.
Los pueblos originarios compartieron con los campesinos algunas de las mismas problemáticas.
En estos años mostraron un renovado activismo, enfocado tanto en la recuperación de sus derechos
históricos y culturales, como en la defensa de sus tierras comunales amenazadas por las ventas
irregulares y los intereses latifundistas. Con el regreso de la democracia en 1983 los grupos que
habían activado la lucha en los años setenta volvieron a entrar en acción. Para fines de la década
habían conseguido que varias provincias aprobaran legislación reconociendo algunas de las tierras
ancestrales. En 1989 una Ley nacional otorgó a las comunidades personería jurídica y el derecho de
posesión de las tierras que ocupaban; ambos logros adquirieron rango constitucional con la nueva
Constitución de 1994. Como la implementación de estas normas fue lenta y sus alcances reales
menores que lo esperado, los años noventa fueron escenario de importantes movilizaciones. Desde
1993 los kollas de San Andrés (Salta) organizaron marchas para exigir títulos de propiedad; algunas
llegaron hasta Buenos Aires, inspiradas en el recuerdo del Malón de la Paz de 1946. La lucha fue
ocasión, también en Salta, del corte de un puente internacional por tres semanas en 1996. Por motivos
similares, los mapuches en Pulmarí (Neuquén) y en otros sitios motorizaron, a partir de 1995,
manifestaciones y tomas de tierras. Las comunidades toba y wichi del noroeste de Formosa se
movilizaron el mismo año en protesta por una sequía del río Pilcomayo, causada por obras hídricas.
Los tobas del Chaco también se pusieron en marcha exigiendo 150.000 hectáreas que les habían sido
concedidas en 1924, pero cuya entrega nunca había sido efectivizada. Otros pueblos y comunidades
protagonizaron reclamos similares.

Nuevos reclamos y formas de organización

El protagonismo de las mujeres, visible en varios de estos nuevos movimientos, formó parte de
una tendencia mayor: la aparición de un movimiento feminista que por primera vez alcanzó
masividad y una importante penetración entre las clases populares. Su expresión más visible fueron
los Encuentros Nacionales de Mujeres. El primero fue en Buenos Aires en 1986; participaron unas
seiscientas mujeres con el objetivo de hacer visible la opresión de género y discutir maneras de
enfrentarla. Se trató básicamente de un espacio abierto y horizontal para el encuentro y la
deliberación, independiente de cualquier institución u organización. Los Encuentros fueron atrayendo
un número creciente cada año, que en 2001 alcanzó las doce mil asistentes. Participaban para entonces mujeres de diversa procedencia: amas de casa, obreras, trabajadoras rurales, estudiantes, campesinas, militantes de partidos, profesionales, de pueblos originarios, piqueteras, empleadas, muchas de ellas en representación de organizaciones, otras individualmente.

En estos años hubo también un visible protagonismo popular en varios reclamos contra la
represión institucional, el gatillo fácil o la impunidad. La masacre de Ingeniero Budge (1987), el
crimen de María Soledad Morales en Catamarca (1993) y el asesinato del conscripto Omar Carrasco
en Zapala (1994) fueron algunos de los episodios que generaron movilizaciones masivas y formas de
autoorganización con participación de personas de las clases populares junto a otras de sectores
medios. La década del noventa también fue testigo de las primeras movilizaciones por temas de
defensa del medioambiente que involucraron a comunidades enteras. La construcción de la represa de
Corpus Christi en el alto Paraná movilizó a partir de 1995 a la mayoría de la población de la zona
misionera que se vería afectada por el anegamiento. Promovida por organizaciones ecologistas y con
la participación de diversos sectores políticos y sociales —incluyendo sindicatos y el MAM— los
vecinos consiguieron llamar a una consulta popular por la que más de un 88% de la población le dijo
“no” al proyecto. En vistas de la resolución del Estado nacional de seguir adelante de cualquier
modo, el conflicto continuó en los años siguientes.

Por la misma época comenzó también la
resistencia a la minería a cielo abierto. En 1997, la localidad catamarqueña de Belén empezó a
organizarse para protestar por las actividades de la mina La Alumbrera, que se había instalado hacía
poco con grandes promesas de obras públicas y fuentes de trabajo que nunca se materializaron. Los
primeros en salir al ruedo fueron un grupo de desocupados —ex agricultores, albañiles y peones
rurales— quienes, imitando los métodos piqueteros, cortaron los accesos a la mina en demanda de
los puestos de trabajo que la compañía había prometido. Para 2000 otros sectores sociales se habían
sumado al reclamo, que ahora incluía una enérgica denuncia de la contaminación que producía la
mina, notable en la permanente nube de polvillo que flotaba sobre el pueblo, en el deterioro de las
fuentes de agua y en la mayor mortandad de animales.

En la nueva década el ejemplo de Belén se
multiplicaría en numerosas comunidades a lo largo de toda la cordillera de los Andes, cada una de
las cuales organizaría sus propias “asambleas ciudadanas” para frenar la minería a cielo abierto.
Las preocupaciones ecológicas también estuvieron en el origen de una de las más sorprendentes y
masivas formas de autoorganización de estos años. Por iniciativa de un pequeño grupo de activistas
que promovía la producción orgánica de alimentos, el empleo de fuentes de energía alternativas y el
reciclado de los desechos, en 1995 unos veinte vecinos de Bernal, en el sur del Gran Buenos Aires,
pusieron en marcha un experimento inédito. En el garaje de uno de ellos organizaron un “Club de
Trueque”. En reuniones semanales, cada uno llevaba algo de su propia producción o que le sobrara
—tartas, empanadas, ropa, artesanías, etc.— con la idea de intercambiarlo por otros productos sin
que mediara dinero. Pronto otros los imitaron y los clubes de trueque fueron atrayendo un número
creciente de personas, especialmente aquellas que se habían quedado sin empleo y carecían de dinero,
pero todavía tenían su capacidad de trabajo y alguna forma de aplicarla. Para 1997 ya había 40 clubes, en los que participaban más de 2500 personas. Cada uno se organizaba de manera autónoma y
participativa: las decisiones no las tomaban sólo los promotores, sino todos los participantes que
desearan involucrarse, de manera horizontal.

Para entonces, algunos de estos clubes habían
comenzado a emitir “créditos”, una “moneda social” propia para facilitar el intercambio indirecto a
mayor escala. Eso permitió la expansión de los clubes hasta transformarse en una verdadera red
autoorganizada. La Red Global del Trueque que vinculó a la mayoría de ellos estableció entonces una
serie de principios, por los que se declaraba a favor de la solidaridad y la ayuda mutua entre las
personas y en contra de la competencia de unos con otros, del consumismo y de los
condicionamientos que el mercado y el dinero imponían a las relaciones humanas. A partir de 1999,
el crecimiento fue verdaderamente explosivo: para 2000 ya había 1800 nodos en todo el país con más
de 800.000 participantes, números que llegarían a triplicarse al año siguiente. Es que, a medida que se
agravaba la crisis económica, excluyendo del mercado a millones de personas, el trueque se
transformaba en una opción de supervivencia real y concreta. Quienes participaron masivamente en
esta época —personas de clases populares o de sectores medios empobrecidos, en su gran mayoría
mujeres— llegaron a proveerse a través de ese sistema hasta un 40% o más de sus necesidades
cotidianas. Los “créditos” circularon de manera tan profusa, que incluso algunas empresas los
aceptaron como parte de pago y algunos gobiernos locales los tomaron a cuenta de tasas e impuestos.


La experiencia del trueque, en fin, llegó a ser un verdadero mercado paralelo manejado no por el
Estado ni por los sectores económicos más poderosos, sino democráticamente por la población
común. Mientras el mercado capitalista colapsaba, dejando en el total desamparo a millones, una
inesperada experiencia de autoorganización social, horizontal y solidaria, proveía una salida real e
inclusiva. Y aunque la mayoría de los que llegaron a participar lo hicieron sin involucrarse en la
administración de las redes ni adherir a sus principios, la aparición de una forma de economía regida
por otras reglas y otros valores no dejó de tener una honda significación política. A medida que el
Estado iba perdiendo legitimidad y todo el sistema económico entraba en una crisis caótica, la
capacidad de la propia sociedad para buscar salidas concretas —incluso inventarlas— se volvía más
patente.


La trama social de la rebelión de 2001


En efecto, a la crisis económica que venía profundizándose desde 1994 se sumó a fines de la
década una profunda crisis política. Tras su victoria en 1999, el presidente Fernando de la Rúa venía
defraudando toda expectativa de cambio. La continuidad respecto de la era Menem era tal que en 2001 volvió a convocar a Domingo Cavallo para el cargo de ministro de Economía. En una situación de crisis cada vez más incontenible, y para salvaguardar los intereses de los grupos financieros, Cavallo tomó entonces algunas medidas incluso más impopulares que las de la década anterior. Su plan de “déficit cero”, hecho ley a fines de julio, se tradujo en un recorte compulsivo del 13% en los sueldos de todos los docentes, empleados del Estado y jubilados. A comienzos de diciembre, ante la masiva fuga de divisas que hacía peligrar al sistema financiero, implementó el famoso “corralito”, que limitó la cantidad de dinero que las personas podían retirar de sus cuentas bancarias. En fin, durante todo el año el gobierno no hizo sino echar más leña al fuego del descontento. La tasa de desempleo venía subiendo dramáticamente y ya se ubicaba por encima del 18% (a lo que habría que sumar la de subempleo).

No asombra entonces que en las elecciones legislativas de 2001 la Alianza gobernante
sufriera una aplastante derrota a manos del peronismo. Pero además se produjo entonces un hecho
inédito: un 42% de los ciudadanos optaron por el “voto bronca”, es decir, votaron en blanco,
anularon su voto o se abstuvieron de votar. Fue su forma de manifestar la pérdida de confianza en los
políticos, independientemente del partido al que pertenecieran. A la crisis económica se sumaba ahora una crisis de legitimidad no sólo del gobierno, sino de la totalidad del sistema político.


El último mes del año comenzó con un clima de creciente malestar. Los reclamos de los diversos
sectores afectados por las políticas neoliberales, que ya venían confluyendo desde tiempo atrás, se
fueron entrelazando rápidamente en una trama que pronto daría lugar a una rebelión masiva y
duradera con pocos parangones en la historia nacional. El 12 de diciembre miles de desocupados de
varias organizaciones piqueteras cortaron rutas en el Gran Buenos Aires, Rosario, Tucumán y Mar
del Plata exigiendo la renuncia del presidente y de Cavallo, mientras trabajadores estatales, docentes,
taxistas, estudiantes y otros desarrollaron diversas acciones de protesta por todo el país. El mismo
día, por la tarde, se realizó una masiva manifestación de comerciantes minoristas en Capital y otras
ciudades. Como el “corralito” había inmovilizado también los sueldos de los trabajadores, las dos
facciones de la CGT y la CTA decretaron un paro general el 13 de diciembre para exigir el fin de esa
medida. A la huelga se plegaron comerciantes y gremios de sectores medios. Numerosas marchas se
organizan por todas partes. En Córdoba, Pergamino, Neuquén, Rosario, Mar del Plata y otras
ciudades se produjeron graves enfrentamientos con la policía.

A estas formas de protesta, que continuaron en los días siguientes, se sumaron a partir del día 14
los saqueos. Comenzaron en Rosario y Concordia y para el 22 de diciembre, fecha en que
concluyeron, se habían producido en unos trescientos comercios de once provincias. Como las
grandes cadenas de supermercados contaron con protección policial preferencial, los principales
damnificados resultaron ser los pequeños y medianos comerciantes de alimentos pero también de
artículos durables. Un tercio de los episodios se produjo en la provincia de Buenos Aires,
particularmente en el conurbano. En la escala de intensidad, le siguieron Santa Fe, Neuquén, Río
Negro y Tucumán. Al finalizar la oleada, se contaron dieciocho muertos a manos de la policía o de
los dueños de comercios y cientos de heridos. Como fue el caso en 1989, también esta vez se trató de
una forma de acción colectiva. Los saqueadores, en general personas comunes sin antecedentes
delictivos, actuaban en pequeños grupos junto a familiares o vecinos, eligiendo blancos
desprotegidos en puntos en los que se reunían otros con las mismas intenciones. La cantidad de
participantes en cada episodio podía variar entre algunas docenas y miles, pero lo más habitual fue
que fueran entre cien y cuatrocientos.


Entre las razones que dieron posteriormente a los investigadores quienes saquearon en estos días,
mencionaron el hambre, la falta de trabajo y de ayuda estatal y la bronca por la situación de
indignidad en la que estaban viviendo. Para muchos se trató de un verdadero acto de justicia, por el
que los pobres pudieron pasar una Navidad con regalos y algo para comer. Algunos, sin embargo,
manifestaron remordimientos al pensar en la suerte de los comerciantes damnificados o por haberse
llevado ropa o electrodomésticos (no así alimentos, que les parecía más justificable). De hecho,
relataron que hubo familiares o vecinos que, invitados a sumarse, se negaron por motivos éticos. Por
otra parte, en las zonas donde había organizaciones piqueteras o territoriales fuertes en general no
hubo saqueos, sino movilizaciones que negociaron con supermercadistas la entrega de alimentos de
manera pacífica.

Aunque los saqueos fueron una reacción popular genuina, en ellos se entremezcló también la
política de la “zona gris”. De una manera bastante evidente, en muchos de los saqueos de 2001
participaron punteros peronistas invitando a las barriadas a la sumarse, haciendo circular rumores
falsos sobre repartos de alimentos, gestionando “zonas liberadas” o trayendo grupos de
“vanguardia” para iniciar las acciones. En varios casos se documentó la complicidad de la policía,
que se retiró de los lugares señalados o incluso participó de los saqueos. La intención particular en
estos casos fue la de presionar al gobierno para obtener prebendas o erosionar su legitimidad en
vistas de próximas elecciones. Según algunas fuentes, dirigentes importantes del PJ habrían
especulado también con provocar una caída del gobierno que devolviera a su partido al poder.
El 19 de diciembre de 2001 la situación tomó un giro inesperado. Por la noche, luego de un
discurso de De la Rúa que anunciaba el estado de sitio y ninguna solución para la galopante crisis,
grupos de vecinos de Buenos Aires comenzaron aquí y allí a golpear cacerolas espontáneamente en
las puertas de sus casas. Pronto otros los imitaron y el ejemplo se expandió como una mancha de
aceite sobre toda la ciudad. Llegadas las diez de la noche una multitud de cientos de miles de personas golpeaba sus cacerolas en una extraña sinfonía de protesta. Nadie traía carteles políticos; los que intentaron desplegar alguna pancarta fueron obligados a guardarla. Reunidos en los principales
puntos de la ciudad, muchos marcharon hasta Plaza de Mayo a medianoche. Otros prefirieron
quedarse en sus barrios. Miles de personas protagonizaron hechos similares en Rosario, Paraná,
Tucumán y otros puntos del país. Desconcertado, el presidente pensó en aplacar la furia popular
anunciando la renuncia del odiado Cavallo.

Pero eso no fue suficiente. Cuando, por la mañana del día
siguiente, el gobierno ordenó reprimir a los manifestantes que habían permanecido frente a la Casa
Rosada desde la noche anterior, una multitud rodeó la Plaza de Mayo. Aunque la mayoría se había
acercado por su cuenta, esta vez se hicieron notar también los que llegaban encuadrados en
organizaciones sociales, sindicales y políticas. Tras varias horas de combates con la policía, De la
Rúa finalmente decidió renunciar. Simultáneamente se habían producido manifestaciones en Santiago
del Estero, Entre Ríos, Córdoba, Mendoza, Neuquén y otros puntos del país. Los intentos de las
fuerzas de seguridad para sostener el orden durante esas dos jornadas dejaron al menos 38 muertos
en diversos puntos del país, cinco de ellos en Plaza de Mayo.


Algunos intelectuales y periodistas se apresuraron a interpretar los hechos del 19 y 20 de
diciembre como una “rebelión de clase media” motivada por un interés económico inmediato: que se
pusiera fin al “corralito”. Los sucesos reales, sin embargo, desmienten esas interpretaciones. En
realidad, fue una rebelión popular notoriamente plural y múltiple en su composición social. Formó
parte de una trama de acontecimientos protagonizados tanto por sectores medios como por clases
populares en todo el país. Como ya señalamos, desde el día 12 venían sucediéndose movilizaciones
de unos y otras. En algunos sitios, como en Entre Ríos, las protestas de esa semana fueron
encabezadas por “multisectoriales” que nucleaban a comerciantes y pequeños productores
agropecuarios junto a sindicatos obreros. El mismo día 19, antes del cacerolazo nocturno, hubo
acciones de una multiplicidad de grupos sociales. Docentes universitarios, trabajadores municipales,
comerciantes, camioneros, “vecinos” y desocupados realizaron protestas en diversas partes del país,
algunas bastante violentas. Los saqueos se hicieron más intensos, especialmente en el conurbano
bonaerense. El cacerolazo se inició precisamente como respuesta al anuncio del estado de sitio que
anticipaba la salida represiva que el gobierno tenía en mente. De hecho, los cánticos de la multitud esa noche celebraban el bloqueo de esa opción (“¡Qué boludos, el estado de sitio se lo meten en el culo!”) y exigían “que se vayan” los políticos. No hubo ninguna referencia al “corralito”, que había sido decretado hacía más de dos semanas.


Algo similar sucedió con los eventos del día 20. En varias provincias hubo cortes de ruta y otro
tipo de acciones protagonizadas tanto por trabajadores y desocupados, como por pequeños
productores, estudiantes, docentes y comerciantes. Las imágenes de televisión de lo que sucedía en la
Capital inspiraban acciones de todo tipo en todo el país. Las centrales sindicales declararon un paro
por tiempo indeterminado. Por otra parte, entre la multitud que combatía con la policía en Plaza de
Mayo había gente de sectores medios pero también desocupados y trabajadores. Ese día el corralito
tampoco fue motivo de cánticos. “¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!” —una consigna
política y no económica—, fue la frase principal que unificó a los que participaban en la rebelión. En
varias localidades del interior los manifestantes reclamaron también la renuncia de gobernadores,
concejales e intendentes.


En fin, la de diciembre de 2001 fue una rebelión protagonizada por múltiples sectores sociales y
no se identificó expresamente con ninguno de ellos en particular. Por supuesto que, junto con gente
de baja condición, hubo una decisiva participación de sectores medios. Pero lo interesante es que
éstos en general no se movilizaron aparte, con reclamos exclusivos sino que, por el contrario, lo
hicieron con una expresa voluntad de confundirse con el resto de la población afectada por la crisis.
Varias decenas de manifestaciones, escraches, cortes de ruta, cacerolazos y “puebladas” que hubo
desde diciembre de 2001 fueron protagonizadas por la misma diversidad de grupos sociales. En sus
consignas y demandas con frecuencia se combinaban las aspiraciones de cada uno. Podían exigir el
fin del corralito, pero también el pago de sueldos atrasados y mayores subsidios para desocupados.
Se preocupaban por las dificultades financieras de los comerciantes y pequeños productores, pero
también por la defensa de la salud y la educación pública. Las demandas puntuales pronto se
entrelazaron con otras más generales y estructurales: del universal odio a los bancos se pasó al
cuestionamiento de las multinacionales, las empresas de servicios públicos privatizadas o las
políticas neoliberales impulsadas por el FMI. Y por todas partes el malestar se tradujo en la exigencia
de la renovación de las autoridades. Por un momento, existió una fuerte tendencia a que la multitud en rebelión actuara como un sujeto político unificado (sin dejar por ello de ser múltiple y diverso).


La cacerola fue uno de los símbolos que más graficó la confluencia de los reclamos de diversos
sectores. En efecto, entre diciembre de 2001 y fines de enero de 2002 se hicieron cacerolazos para los
fines más diversos. Los hubo para exigir que los concejales, legisladores e intendentes redujeran sus
sueldos (en esto se especializaron los mendocinos) pero también para demandar subsidios de
desempleo, puestos de trabajo, ayuda alimentaria o pago de haberes (como los del 3 de enero en la
ciudad de Resistencia). Los hubo para reclamar que no quedaran impunes los asesinatos de
manifestantes (la Multisectorial y el Movimiento Autoconvocado de la ciudad de Paraná insistieron
en ello) pero también contra las medidas económicas del gobierno provisional (los neuquinos, entre
otros, realizaron varios de este tipo).

El cacerolazo trascendió incluso las fronteras nacionales,
imitado por grupos y manifestaciones que consideraban que la revuelta argentina era no sólo
consecuencia de las condiciones críticas del país, sino también parte de la ola de resistencia global
contra el neoliberalismo que se venía produciendo desde mediados de los años noventa. Y no faltaron
quienes, desde Argentina, buscaron comunicarse con esas luchas. En agosto de 2002 se realizaría en
Buenos Aires un encuentro temático del Foro Social Mundial, organizado conjuntamente por la CTA
y numerosas organizaciones políticas y movimientos sociales locales, en asociación con los
organizadores del evento a nivel internacional. Durante ese año los sucesos y experiencias en
Argentina fueron seguidos con gran atención por activistas de todo el mundo.

Es que el año que siguió a la rebelión de diciembre de 2001 fue testigo de formas inéditas de
autoorganización, lucha y solidaridad. El peor momento de la crisis despertó en buena parte de la
población los mejores instintos de cooperación, creatividad y vocación por lo público; fueron
tiempos extraordinarios. En general se cuestionaron las jerarquías y la política tradicional y se
manifestaron fuertes ansias de “horizontalidad” —una palabra que comenzó a circular masivamente
por entonces— y protagonismo. El Estado, los políticos y el capitalismo recibieron cuestionamientos
profundos y de una masividad pocas veces vista. Gente sin experiencia política junto con otra que sí
la tenía protagonizaron formas de acción directa de radicalidad inédita: escraches contra los
políticos, tomas de edificios, ataques a bancos y multinacionales, cortes de rutas. Se respiraba una
sensación de libertad recuperada y de que era posible inventar una nueva forma de vivir en sociedad.

Había en el aire la sospecha de que se terminaba una época oscura y comenzaba un tiempo nuevo.
Inmediatamente luego de la caída de De la Rúa, y mientras se sucedían vertiginosamente varios
presidentes provisionales, comenzaron a surgir “asambleas populares” o “vecinales” de manera
espontánea en diferentes ciudades del país. Sólo en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano llegó a
haber cerca de 150. Durante todo 2002 demostrarían una enorme vitalidad: llamaron a la realización
de decenas de cacerolazos masivos, discutieron la manera de reemplazar a los políticos profesionales
por formas de democracia directa, exploraron salidas económicas para la crisis y establecieron
fuertes lazos de solidaridad con otros movimientos sociales, como el de los piqueteros y el de
fábricas “recuperadas”, que por entonces tuvieron también un gran florecimiento. La voluntad de
confundirse en una misma rebelión a pesar y más allá de las diferencias sociales tuvo
manifestaciones conmovedoras. El 28 de enero, por ejemplo, se realizó una multitudinaria marcha
conjunta de las organizaciones piqueteras hacia Plaza de Mayo. La marcha recibió la adhesión y
solidaridad de las asambleas porteñas y miles de personas de sectores medios aplaudieron el paso de
las columnas de los pobres por el centro de la ciudad. La multitud mezclada coreó ese día “¡Piquete y
cacerola, la lucha es una sola!”. Y no se trataba tan sólo de una expresión de deseos: en estos tiempos
extraordinarios hubo intensos contactos y luchas conjuntas entre gente de sectores medios
empobrecidos, obreros y desocupados. Había la sensación de que una “nueva política” se asomaba en
el horizonte.

El regreso a la “normalidad”

Aunque finalmente no desarrollaría la capacidad de instituir un orden nuevo —para eso acaso
habría hecho falta un horizonte político capaz de despertar adhesiones más amplias, formas de
organización mucho más sólidas y una estrategia más o menos unificada—, la rebelión sí consiguió
exhibir un notable poder destituyente. Tras la caída de De la Rúa, la movilización popular consiguió
derribar también al primer presidente provisional designado por el Congreso, Adolfo Rodríguez
Saá, quien había anunciado la designación de funcionarios menemistas notoriamente corruptos. La
multitud en las calles exigía también la renuncia de la Corte Suprema y pronto protestaría incluso
contra Canal 13, luego de que éste y otros medios de comunicación decidieran no transmitir noticias
sobre uno de los principales cacerolazos de esos días, en un intento de aportar a la desmovilización.
Los tres poderes del Estado, las empresas privatizadas y los bancos, los organismos financieros
internacionales, los medios de comunicación: la movilización apuntaba contra los principales pilares
del orden social. Todo esto alcanzó para generar una honda preocupación entre las élites políticas y
económicas, acostumbradas desde hacía años a imponer reglas del juego a su antojo.

Para recuperar la gobernabilidad, Eduardo Duhalde —el nuevo presidente provisional designado
por el Congreso a comienzos de enero de 2002— se vio forzado a tomar una serie de medidas que
jamás habría tomado por propia voluntad. El costo del ajuste no podría caer totalmente sobre los más
pobres, de modo que no tuvo más remedio que ratificar la cesación temporal de pagos de la deuda
externa declarada por su predecesor Rodríguez Saá. Los banqueros y las multinacionales que se
habían quedado con los servicios públicos tuvieron que tolerar una “pesificación” de la economía
que los perjudicaba parcialmente. Se reintrodujeron además “retenciones” por las que el Estado se
quedaría con una parte de las ganancias de algunos sectores exportadores, especialmente los del agro.
A todos les prometió que se trataba de políticas transitorias y que serían debidamente compensados
en el futuro. Atemorizados por la rebelión, acreedores, banqueros y empresarios rurales tuvieron que
dejar pasar estas medidas que jamás habrían aceptado en tiempos normales. De cualquier modo, los
asalariados pusieron la mayor cuota del sacrificio con la pérdida del poder adquisitivo que trajo la
pesificación.

Las medidas que la rebelión obligó al Estado a tomar se tradujeron en una recuperación
económica cuya velocidad sorprendió a los analistas.
Pero tanto o más importante que resolver la crisis económica fue ocuparse de la crisis política.
Duhalde necesitaba sacar urgentemente a la gente de las calles y evitar que siguieran multiplicándose
las experiencias de autoorganización de espaldas a los políticos. Con la intención de debilitar el
reclamo, Duhalde puso en marcha un gigantesco programa de subsidios para los desocupados.
Mientras que en diciembre de 2001 apenas el 1% de la población económicamente activa recibía
ayuda estatal, ahora el porcentaje se extendió a más del 6%, lo que significaba que 2.500.000 personas recibieron un subsidio. El 90% de estos beneficios fue gestionado por los municipios, lo que puso enmanos del aparato clientelar peronista una fabulosa herramienta para extender su dominio. En poco tiempo el PJ recuperaría el poder que había perdido a manos de los nuevos movimientos sociales y volvería a ocupar su lugar como el partido más poderoso de la política nacional. El efecto
combinado de la recuperación económica y de los subsidios contribuyó a alejar a muchos
desocupados de la lucha callejera. Además, la mayor disponibilidad de efectivo también terminó con
la expansión de las redes del trueque, que desde mediados del 2002 se redujeron tanto en cantidad de
nodos como en participantes.


Para ir restaurando el orden, en junio de 2002 el gobierno de Duhalde realizó un ensayo represivo.
En ocasión de un corte en un puente de acceso a la Capital, la policía montó un escenario para
justificar un feroz ataque a las organizaciones piqueteras de tendencia más basista y autónoma, que
terminó con dos jóvenes muertos —Maximiliano Kosteki y Darío Santillán— y numerosos heridos.
Con ayuda de los principales diarios y canales de televisión, se intentó convencer a la ciudadanía de
que las muertes habían sido producto de enfrentamientos entre los propios piqueteros. Pero las
fotografías de los hechos terminaron demostrando la farsa y una enorme reacción de protesta le puso
fecha de vencimiento al gobierno. Duhalde se vio forzado a adelantar la convocatoria a elecciones
generales. En ausencia de una salida política capaz de expresar la novedad que habían significado las
múltiples experiencias de autoorganización y resistencia, en 2003 la ciudadanía debió enfrentarse al
momento electoral.

Para entonces, la demanda de regreso a la “normalidad” ya venía cerrando
vertiginosamente la ventana al cambio que se había abierto en 2001. Las elecciones terminaron
dirimiéndose entre los tres candidatos que en la campaña habían logrado despertar un nivel de
adhesiones relevante, aunque modesto: Carlos Menem —que buscaba obtener un tercer mandato—,
Ricardo López Murphy —un economista liberal que el establishment consiguió instalar rápidamente
con ayuda de los medios de comunicación— y Néstor Kirchner, el candidato de Duhalde, un
gobernador patagónico del PJ hasta entonces poco conocido que, a diferencia de los otros dos, se
presentaba con un discurso de crítica al neoliberalismo. La votación en primera vuelta, que se
desarrolló con escaso entusiasmo popular, dejó afuera al economista. Repudiado por la gran mayoría
de la población y ante la perspectiva de perder en segunda vuelta por una abrumadora diferencia,
Menem decidió retirar su candidatura, de modo que Kirchner fue proclamado presidente de la Nación
con apenas el 22% de los votos."

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