Clase 10/ Período 1990-2003/ El menemismo y al Alianza.

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Episodio 13: De la hegemonía neoliberal a la UNASUR (1990-2006) - Ver La Historia

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Extractos del libro de Ezequiel Adamovsky "Historia de las clases populares en la Argentina 1880-2003."

"Carlos Menem, por su parte, sorprendió a todos aplicando políticas que significaban un brusco corrimiento respecto de sus promesas de campaña. Desde el primer día de su gestión se ocupó de asociarse estrechamente con los intereses de los bancos y las grandes empresas nacionales y extranjeras. Sus ministros de Economía —el más famoso de los cuales fue Domingo Cavallo, que había sido funcionario del Proceso— aplicaron drásticas recetas neoliberales. Con la complicidad de buena parte de la jerarquía sindical y de casi todo el partido peronista, se eliminaron en tiempo récord la mayoría de las protecciones a la industria nacional y se privatizaron prácticamente la totalidad de las empresas que quedaban en manos del Estado. El desmantelamiento de la capacidad
reguladora del Estado fue casi total. Los financistas e inversores se beneficiaron de derechos y garantías inéditos para desarrollar actividades a su antojo, sin controles ni restricciones.

Decenas de miles de empleados estatales fueron despedidos: de los 243.354 que había en 1985, sólo quedaban 75.770 en 1998.
Comunidades enteras —especialmente las que dependían de la petrolera estatal o del ferrocarril— se transformaron en pueblos fantasma. La ruinosa competencia de los productos importados profundizó el proceso de desindustrialización que había comenzado en el Proceso.

Numerosas quiebras de pequeñas y medianas empresas y comercios dejaron en la calle a decenas de miles de obreros, empleados, técnicos y antiguos propietarios. El conurbano bonaerense fue la zona que más padeció esta transformación. En los años noventa desaparecieron allí 5508 plantas industriales y, sólo en el primer lustro, el sector manufacturero eliminó 200.000 puestos de trabajo.

Para 1995 el desempleo y el subempleo alcanzaron el 33,8%; los más golpeados por la desocupación fueron los más pobres, los más jóvenes y quienes no tenían el secundario terminado. Muchas personas que no tuvieron la posibilidad de acceder a un trabajo estable se refugiaron en actividades productivas, comerciales o de servicios en pequeña escala que solían implicar más horas y peores condiciones de trabajo y menos ingresos. Pero para los que consiguieron conservar sus empleos las cosas no fueron mucho mejores. Desde 1991 se impulsaron nuevas leyes que, junto con los efectos indirectos de la desocupación, tuvieron efectos ruinosos sobre los derechos laborales. Bajo la excusa de la necesidad de “flexibilizar” el empleo, se dio lugar a “nuevas modalidades de contratación” como la subcontratación, la tercerización, el empleo autónomo y los trabajos temporarios. En la práctica esto significó la extensión del empleo encubierto y el trabajo precario. En efecto, el empleo no registrado sufrió un gran aumento, pasando del 26,5% en 1990 al 35% en 1999. La duración de la jornada laboral tendió a aumentar notoriamente —con frecuencia sin contraparte en aumento de la remuneración— y se aplicaron además esquemas de francos rotativos y en horarios variables.

Paralelamente, en los mismos años el llamado “costo laboral” bajó un 62%: se redujeron los aportes patronales a la seguridad social y se modificaron las normas sobre enfermedades laborales y accidentes de trabajo de un modo desventajoso para los asalariados.
Las políticas neoliberales acentuaron también las asimetrías regionales y profundizaron la tendencia a la “reprimarización” de la economía. La desregulación de la exportación de los productos del agro generó un importante crecimiento del sector, pero de características que acentuaron la concentración de los beneficios en unos pocos y la tendencia al monocultivo. Las políticas cambiarias, la presión creciente del precio de la tierra y la necesidad de grandes inversiones para estar al ritmo de las mejoras técnicas fueron complicando la vida de los pequeños y medianos productores, muchos de los cuales se endeudaron y quebraron.
La difusión de las semillas transgénicas vino de la mano de una profundización de las regulaciones que resguardan los derechos de propiedad intelectual, que a partir de ahora se aplicaron incluso a los genes. Al garantizar derechos monopólicos para un puñado de empresas, estas regulaciones se tradujeron en un aumento de los precios de los insumos que utilizan los agricultores y en una nueva amenaza a su autonomía, ya que desde ahora su derecho a producir e intercambiar semillas quedaba en entredicho.

A fines de los años noventa, favorecida por altos precios internacionales, la soja transgénica experimentó una inédita expansión, desplazando en su avance a otros cultivos y a la ganadería. Más apta para los suelos de poca calidad, la sojización golpeó particularmente a los campesinos e indígenas que tradicionalmente ocupaban tierras marginales. A medida que se expandía la frontera agropecuaria, muchos de ellos fueron desalojados o presionados para que cedieran sus tierras. Por otra parte, la nueva tecnología de la “siembra directa” permitió un ahorro de mano de obra que llegó al 30%, disminuyendo así las oportunidades de empleo para los peones.

Además, la expansión sojera empeoró dramáticamente el deterioro ambiental, al incentivar la tala indiscriminada de los pocos bosques que quedaban en muchas zonas, lo que a su vez causó severos problemas de erosión del suelo e inundaciones. El uso masivo de herbicidas de amplio espectro dañó seriamente la flora autóctona, degradó mucho más la calidad de la tierra y existen indicios fuertes de que es causa de una mayor frecuencia de cáncer y enfermedades respiratorias entre los habitantes rurales.

Este tipo de consecuencias no se hicieron sentir sólo en el agro. En los años noventa, el gobierno entregó permisos a empresas extranjeras para explotar la minería a cielo abierto en diversas partes de la y en volver a poner en marcha el crecimiento de la economía, gracias a lo cual entre 1991 y 1994 se redujo la tasa de pobreza al 19,7%, mucho menos que en la crisis de 1989, pero igualmente por encima de sus niveles de los años setenta. El control de la inflación habilitó el regreso de las compras en cuotas, que generaron una breve fiebre de consumo y una sensación ficticia de bonanza económica.

El crecimiento de estos años, sin embargo, fue acompañado de un fuerte incremento en la productividad del trabajo, por lo que generó escasa demanda de empleos. Los éxitos iniciales, sobredimensionados por la constante entrada de capitales por las privatizaciones y por las refinanciaciones constantes de la deuda externa que concedió el FMI mientras se aplicaban sus recetas, permitieron a Menem conseguir su reelección en 1995, esta vez haciendo campaña abierta de sus verdaderas ideas. Su victoria de entonces fue un hito de gran significación en la historia nacional: fue la primera vez que el candidato favorito de los empresarios más importantes llegaba al poder mediante elecciones limpias. Jamás, desde la instauración de la democracia en 1916, los sectores más ricos y poderosos habían conseguido el consentimiento libre de la mayoría de la población para las políticas y los políticos que los representaban.
 Fue una ironía de la historia que el que alcanzara tal logro fuera precisamente un hombre del peronismo. Sin duda, se trató de una confirmación de que la larga etapa de la historia argentina abierta en 1945 llegaba a su fin.

Un segundo mandato dio a Menem la oportunidad de profundizar sus políticas. Desde 1995 y particularmente desde 1998, la economía se derrumbó en caída libre. El desempleo alcanzó tasas astronómicas y los índices de pobreza e indigencia volvieron a acentuarse profundamente.  Su reemplazo en la presidencia por el radical Fernando de la Rúa tras las elecciones de 1999 no cambió el rumbo en nada. Luego de más de una década de neoliberalismo (anticipado por las políticas que ya había aplicado el Proceso), la Argentina había sufrido una transformación tan profunda, que poco
quedaba en pie de la sociedad que habían habitado los que eran jóvenes o adultos en los años setenta.

Probablemente, el cambio que resume todos los cambios sea el del enorme crecimiento de la desigualdad. En la ciudad de Buenos Aires y su conurbano, en el año 1974 el 10% más rico de la población tenía ingresos en promedio 12,3 veces mayores que los del 10% más pobre. Para octubre de 1989 —en vísperas de la asunción de Menem— la brecha ya había crecido a 23,1 veces. En mayo de 2002, durante el pico de la crisis generada por las políticas menemistas, la cifra había trepado otro tanto: los más ricos ganaban entonces, en promedio, 33,6 veces más que lo que ganaba el 10% menos
afortunado.

Para decirlo en otras palabras, gracias a la represión militar y a las políticas neoliberales, las clases altas habían conseguido apropiarse de una porción mucho mayor de la riqueza producida socialmente. Y debe tenerse en cuenta que estas cifras no permiten visualizar a la minoría ínfima de los “súper ricos”: si pudiéramos medir la brecha entre éstos y los más pobres, el resultado sería mucho más impresionante. Esta formidable transferencia de ingresos se produjo, en tiempos del Proceso y de Alfonsín, principalmente a través de la inflación y la caída del nivel de los salarios.

En el período de Menem/De la Rúa la causó sobre todo el desempleo.
Estos cambios no afectaron tan sólo la suerte de los más ricos y los más pobres, sino la de toda la pirámide social. Así luce gráficamente la variación en el tiempo de las seis categorías de ingreso de los hogares metropolitanos:
Como puede verse, entre 1974 y 2004 la proporción de los hogares indigentes, pobres y de ingresos medios-bajos creció de manera estrepitosa, reduciéndose en cambio el porcentaje de los de ingresos medios y medios-altos. A medida que fue creciendo la desigualdad y la riqueza se fue concentrando cada vez más en el puñado de los más ricos, la gran mayoría de los habitantes de la región metropolitana —y no sólo los que ya pertenecían a las clases bajas— vieron empeorar su condición social. De hecho, desde fines de los años ochenta se advirtió el fenómeno de los “nuevos pobres”.

Buena parte de los pobres que las estadísticas registraban eran personas que hasta hacía poco gozaban de un pasar económico más holgado y pertenecían a la clase media. Las costumbres y formas de adaptación de los “nuevos pobres” a la crisis eran bastante diferentes de las de los sectores ya habituados a situaciones de pobreza. Así, en el universo de los sectores bajos se recortaba un subgrupo hasta entonces casi inexistente, con características propias. Aunque con variaciones
regionales, las estadísticas disponibles para el conjunto del país muestran una tendencia similar. En fin, en pocos años, Argentina pasó de tener una estructura social similar a la que tenían países que hoy se consideran adelantados a una que la acercaba a los menos desarrollados.
En términos de la proporción de personas que vivían bajo la línea de pobreza, siempre en el área metropolitana, en 1974 el registro era de tan solo 4,5%. Para 1980 ya había trepado al 8,4% y volvería a duplicarse en los cuatro años siguientes. Durante el pico de la crisis de 1989 alcanzaría casi el 48%, para caer a menos de la mitad tras la recuperación. Pero perforaría nuevamente la barrera del 40% en 2001 hasta llegar, en octubre de 2002, al increíble pico del 57% a nivel nacional.

Previsiblemente, las estadísticas sobre la calidad de vida —un índice compuesto por diversas variables referidas a la educación, la salud, la vivienda y el riesgo ambiental— muestran que, entre 1991 y 2001, se profundizó la brecha que separa la situación de quienes residen en zonas más prósperas de la de los que habitan en las regiones más postergadas, en especial las del noroeste y el noreste argentinos y las periferias urbanas. De diversas maneras, las estadísticas hablan de un país con mayor pobreza, más desigual y más fragmentado.

En estos años se produjo también una marcada “feminización” de la pobreza. Las mujeres de las clases populares y de los sectores medios empobrecidos debieron salir masivamente al mercado de trabajo para apuntalar la economía familiar. Lo hicieron las de todas las edades, incluyendo ahora también a las que estaban en edad reproductiva. Mientras que en 1974 un 22% de las esposas de los trabajadores manuales calificados tenía una actividad económica propia, a comienzos de la década de
1990 el porcentaje se había elevado al 37% y siguió subiendo.

Los empleos a los que accedieron fueron mayormente en el sector servicios y los peor remunerados. El desempleo las golpeó más que a los varones y además el diferencial de salario por la misma actividad siguió siendo muy marcado.
Al mismo tiempo, creció la proporción de las trabajadoras que eran las principales proveedoras del hogar y la de los hogares a cargo de mujeres solas."

Los cambios en el papel del Estado y la ciudadanía



Pero el neoliberalismo no sólo trajo cambios económicos: se trató de un proyecto de reformulación profunda de todos los aspectos de la vida social, incluida la política y la vida cotidiana. Se proponía intensificar la penetración del capitalismo en la vida social de manera inédita, quitando velozmente de en medio cualquier obstáculo que pudieran interponer las costumbres tradicionales o las leyes e instituciones existentes.

Uno de los cambios más evidentes fue el del papel del Estado. Desde su fundación en el siglo XIX, el Estado argentino se había propuesto como misión “integrar” a las clases populares a la vida nacional. Se trataba, naturalmente, de una integración subordinada a las necesidades de las clases superiores, más orientada a asegurar el orden que a promover la igualdad. Pero aun así la tarea demandaba políticas específicas para hacerles llegar a los más pobres algunos de los beneficios de la vida en sociedad. Al principio se trató principalmente de la educación.

Más tarde, desde 1912, se ensayó la extensión de la ciudadanía política, un modo de integración que en Argentina tuvo una trayectoria accidentada, pero que sin dudas favoreció un imaginario de común pertenencia a la misma nación. Por último, la expansión de las políticas de bienestar y del gasto social desde mediados del siglo XX creó un sentido de ciudadanía social y una cierta confianza en el papel del Estado como garante del mejoramiento de la condición socioeconómica de cada cual. Reales o ilusorios, estos modos de integración habían promovido un imaginario de país en el que todos los ciudadanos tenían los mismos derechos y que se caracterizaba por (o al menos marchaba hacia) una cierta homogeneidad social. El Estado ocupaba un lugar central en este imaginario, como garante de la cohesión de la nación, de la protección de los derechos y de la expansión del bienestar.

Seguramente estas creencias estaban menos arraigadas entre los sectores más postergados de la sociedad, pero sin dudas ocupaban un lugar importante para la mayoría de las personas.
Las políticas neoliberales significaron un cambio profundo en el papel del Estado. La premisa del momento era que cada individuo debía proveerse el acceso al bienestar por sus propios medios. Todo lo público debía reducirse; quienes pudieran pagarlo, deberían adquirir en el mercado aquello que necesitaran, incluyendo servicios de salud, de educación y seguridad. Para los demás, la asistencia a cargo del Estado se reduciría a una mínima expresión. Así, en estos años se desfinanciaron dramáticamente los sistemas de salud, de previsión y de educación públicos. Las jubilaciones se
redujeron a montos insignificantes. La calidad de servicio en los hospitales empeoró notoriamente y lo mismo sucedió con el nivel educativo en las escuelas. La combinación del retiro del Estado con las altas tasas de desocupación y de empleo informal significó que una proporción mucho mayor de las clases populares se quedó sin cobertura médica.

Por los mismos motivos, el acceso a la educación sufrió un proceso similar. Un estudio de mediados de los años noventa mostró que sólo un 50% de los jóvenes de los estratos sociales más bajos en edad de asistir al secundario estaba concurriendo a
alguna institución educativa. De la mitad que no lo hacía, sólo un 25% tenía un trabajo, lo que significa que una enorme cantidad de jóvenes pobres no tenía ninguna actividad durante el día que le permitiera progresar o integrarse.
El desmantelamiento de vastas secciones del aparato estatal estuvo acompañado de una importante descentralización administrativa. El Estado nacional transfirió muchas de sus responsabilidades a las provincias y municipios, los que muchas veces carecieron de los fondos o la infraestructura como para ocuparse de las funciones delegadas. Paralelamente, para mantener bajo control el creciente fenómeno de la pobreza y la indigencia, el Estado nacional y los estados provinciales y municipales
ampliaron de manera sostenida las políticas de asistencia focalizada.

Desde los primeros ensayos con el Programa Alimentario Nacional que Alfonsín lanzó en 1985, hasta los subsidios para desempleados que implementó Menem en su segundo mandato, pasando por las iniciativas que pusieron en marcha diversos gobernadores e intendentes desde mediados de los años ochenta, las políticas asistencialistas del Estado se multiplicaron. La política social se fue redefiniendo entonces como una cuestión de gestión de las necesidades de diversos segmentos de la población a través de subsidios puntuales o entrega de alimentos. Las vías por las que el Estado se ocupó de las necesidades de las clases populares ya no pasaron principalmente por la ampliación de los derechos o los beneficios que colectivamente podían reclamar los ciudadanos.

La nueva política social procedía más bien identificando los focos posibles de conflicto para otorgar alguna ayuda puntual que los mantuviera encapsulados y bajo control. El horizonte de la eliminación de la pobreza pasó a ser una mera fórmula retórica: más que acabar con ella, al Estado le interesaba gestionarla. Ya no fue la fábrica o el lugar de trabajo el sitio privilegiado por el que pasaba la política social, sino el barrio.
Pero como los planteles de funcionarios y empleados estatales se reducían día a día, las nuevas políticas asistencialistas fueron en general implementadas aprovechando las organizaciones no estatales y las redes informales de autoayuda que ya existían en el mundo popular.

No sólo las ONG y las iglesias fueron utilizadas como canal para la asignación y distribución de la asistencia: los militantes sociales y las organizaciones de base también fueron tentados para desempeñar la misma función. En los distritos bajo control de los peronistas esta estrategia fue particularmente exitosa. Las Unidades Básicas y los referentes locales del movimiento se volcaron masivamente a gestionar en
cada barrio los recursos que venían del Estado. Aunque algunos consiguieron resistir este proceso, en pocos años muchos activistas de base vieron transformarse su misión y su papel. La militancia social se fue volviendo cada vez más la gestión de las necesidades puntuales del barrio mediante el acceso a la ayuda estatal. La dependencia respecto del Estado contribuyó a despolitizarla, privándola de la posibilidad de plantarse en antagonismo respecto de los políticos y los gobiernos.
Con el tiempo, muchos de los líderes “naturales” de los barrios y referentes de base terminaron convirtiéndose en “mediadores” o “punteros” al servicio de la maquinaria asistencialista del Estado.
La contracara de este mismo proceso fue la rápida expansión del clientelismo, es decir, el intercambio de favores personales (aunque financiados por el Estado) por apoyo electoral. Así, un nuevo entramado político fue articulando y comunicando al Estado con el mundo de las clases populares. Este entramado ya no pasaba tanto por los sindicatos o los partidos políticos, ni mucho menos por las leyes o las instituciones estatales, como por las redes de lazos personales, organizadas territorialmente, que vinculaban a cada barrio con políticos o funcionarios locales, y a éstos con el gobierno central. Los límites entre lo estatal, lo privado y lo partidario quedaron de este modo desdibujados.

Por un lado, para acceder a ayudas o subsidios, los más pobres dependían del vínculo que pudieran tener con referentes territoriales “con llegada” a los puntos de distribución de la asistencia. Pero de modo inverso, también el acceso a cargos políticos de importancia dependió crecientemente de la capacidad de movilizar a contingentes de las clases populares para asegurarse su apoyo en las internas de un partido, o en las elecciones generales. Para conseguirlo, fue cada vez más
indispensable el estar en condiciones de distribuir ayuda social.

La “privatización” de partes del Estado en los años del neoliberalismo se manifestó de varias maneras. La vida política comenzó a regirse cada vez más por los principios empresariales. Alfonsín fue pionero en este sentido, al emplear los medios de comunicación y el marketing para promocionar su candidatura en 1983. Desde entonces, se utilizaron cada vez más los “asesores de imagen” y las encuestas de opinión al modo de los estudios de mercado, para “instalar” un candidato, tal como se
hacía con la marca de un producto. Pero la privatización de lo político no se restringió a eso. Aunque los principales grupos empresarios siempre habían condicionado fuertemente las políticas estatales, ahora tuvieron una participación directa en el manejo de la cosa pública. En una de sus primeras medidas de gobierno, Menem entregó el Ministerio de Economía a uno de los grupos económicos
más poderosos. La sorpresa y regocijo de los más ricos quedó graficada en la declaración que la millonaria Amalia Lacroze de Fortabat hizo en 1989: “Ahora todos los de la clase alta somos peronistas”.

En el plano más bajo, en los barrios, como acabamos de señalar, los recursos del Estado
fueron canalizados cada vez más a través de redes clientelares en las que los fondos públicos se utilizaban para fines privados. Entre ambos niveles de la política se habilitaron también conexiones inéditas. El pionero en este caso fue el empresario Alberto Pierri, quien, sin haberse dedicado jamás a
la política, se aseguró un lugar como candidato a diputado del PJ a cambio de una jugosa contribución monetaria para la campaña de 1985. Aprovechando los recursos que habilitaba su puesto de diputado, se dedicó desde entonces a armarse una red de punteros propia en La Matanza. La agrupación que allí creó se organizó a la manera de una empresa: los militantes fueron rentados y se
repartieron cargos públicos sobre la base de la eficiencia de cada cual a la hora de movilizar apoyo político. Con su propio dinero y con los recursos que conseguía a través de su control de la presidencia de la Cámara de Diputados, consiguió comprar la lealtad de una buena cantidad de punteros. 

Ello le permitió finalmente, en 1991, desplazar al líder peronista que históricamente había gobernado La Matanza, alzándose con el control de la municipalidad. Con el acceso a los fondos del
municipio, Pierri expandió su red clientelar y llegó a manejar 480 Unidades Básicas, lo que lo convirtió en uno de los hombres más fuertes del peronismo bonaerense. Su ascenso fue tan veloz y notorio que, desde entonces, varios empresarios aplicaron con éxito la misma receta.
Una forma similar de “privatización” se verificó con la Policía. El hábito de la impunidad que venía del Proceso, el desfinanciamiento de la institución en los años ochenta y los bajos salarios no hicieron sino acentuar la tentación de usar la autoridad del uniforme para el enriquecimiento
personal. Las actividades de “autofinanciamiento” fueron pasando del simple pedido de coimas a quienes desarrollaban actividades ilegales —prostíbulos, desarmaderos, lugares de juego, etc.— a la organización directa de redes delictivas, en particular dedicadas al robo o al tráfico de drogas. Los policías involucrados en ellas se conectaron pronto con autoridades del Poder Judicial y otras del poder político, especialmente en el ámbito local y provincial, de modo de asegurarse la impunidad.

Las formas de “recaudación clandestina” alimentaron así no sólo a los policías sino también a algunos fiscales y jueces, convirtiéndose asimismo en una de las fuentes de financiamiento de la política clientelar. Esta “zona gris” en la que funcionarios estatales y el hampa se entrecruzaban se desarrolló especialmente en las regiones más devastadas por las políticas neoliberales, particularmente en el Gran Buenos Aires y las periferias de otras ciudades marcadas por la pobreza, donde la vulnerabilidad de la población fue terreno propicio para la instalación de puntos de expendio de drogas o para el reclutamiento de personas dispuestas a integrar las bandas delictivas. A
comienzos de los años noventa, el gobierno de la provincia de Buenos Aires propuso un pacto con la Policía, por el que les prometía hacer la “vista gorda” frente a sus actividades de autofinanciamiento a cambio de que garantizaran el mantenimiento de niveles aceptables de inseguridad.

Desde entonces, la seguridad se volvió prenda de negociación política entre los gobiernos y la Policía. La relativa impunidad así concedida se tradujo en un sostenido aumento en la tasa de letalidad en el uso de la fuerza (es decir, la proporción de civiles muertos por acción policial como porción del total de la población y del total de heridos), cuyas víctimas fueron especialmente personas de clase baja.
Así, extensos segmentos del país —especialmente las zonas urbanas más empobrecidas— se transformaron en lo que un estudioso llamó “regiones neo-feudalizadas”, espacios en los que lo que
queda de las organizaciones estatales, devastadas, funcionan como parte de redes de poder privatizadas. Para las clases populares, la ciudadanía perdió allí el significado que pudo haber tenido en otras épocas. En el modelo político que proponía el neoliberalismo ya no existía una dimensión de “ciudadanía social” que involucrara el acceso a derechos básicos garantizados.

Para los desempleados o quienes tenían trabajos precarios, los sindicatos ya no ofrecían un canal para incidir colectivamente en la alta política. Los partidos, colonizados por el mundo empresario, mucho menos. Sumidos en la pobreza, los sectores más postergados tampoco podían participar de la vida nacional como consumidores, la manera de “ser parte” que la publicidad presentaba con insistencia creciente.
El modelo de ciudadanía política que quedaba en pie para los más pobres era una de muy baja intensidad o directamente la exclusión (es decir, no ser parte, una no-ciudadanía).

Exclusión social y una vida “descolectivizada”

Todos estos cambios produjeron enormes transformaciones en la sociabilidad de las clases populares, especialmente en sus secciones más desfavorecidas. La extrema pobreza, el desempleo y la desaparición de buena parte de los beneficios garantizados por el Estado llevaron desesperación a miles de hogares. El fin de las grandes ilusiones de otros tiempos se sumó al descrédito de la política y los políticos en general. La existencia misma del Estado quedaba desdibujada tras un entramado de
restos de instituciones que aparecían como redes personales o grupos de poder particular. El paisaje de los antiguos barrios obreros, convertidos en cementerios de fábricas, era un recordatorio constante de que ya no había oportunidades para progresar a través del trabajo. El imaginario de una
sociedad Argentina con posibilidad de integrar a quienes venían de los sectores más pobres sufrió una herida de muerte. Incluso para quienes tuvieron la suerte de conseguirlos, muchos de los nuevos empleos eran tan precarios y de corta duración, que no permitían crearse expectativas de futuro ni generar vínculos de amistad o compañerismo laboral. El orgullo y la identidad obreros, ligados
tradicionalmente al poseer un trabajo honesto y digno, fueron apareciendo para muchos, cada vez más, como una memoria del pasado; los más jóvenes ni siquiera tenían ese recuerdo.

Los varones, que solían afirmarse en su masculinidad como proveedores del hogar, se sintieron fuera de lugar a medida que iban perdiendo sus empleos y las mujeres debían salir al mercado de trabajo masivamente o arreglárselas de cualquier manera para alimentar a los suyos. Las pautas del “respeto” que mujeres y jóvenes le debían a los “jefes del hogar” se volvieron inciertas y fueron cuestionadas.
Pero ese cuestionamiento esta vez no fue tanto el signo de una ampliación de las libertades, como del temor y los reproches que generaba una certeza que se había perdido sin ninguna mejor que la reemplazara. Los lazos familiares se resintieron y la violencia dentro y fuera del hogar se intensificó.

En fin, la vida social sufrió un notorio proceso de descolectivización a medida que todas las instancias de socialización disponibles para las personas se iban debilitando o desaparecían. Para quienes no podían ya asistir a la escuela, ni conseguir un trabajo, ni participar políticamente, ni sentirse ciudadanos de una nación, la vida se transformó cada vez más en una cuestión de supervivencia básica en la que había que arreglárselas por sí solos. Las redes familiares o de amistad
que en el pasado servían para superar un momento difícil —un período sin trabajo, una enfermedad, un problema personal— se empobrecieron en su capacidad de brindar ayuda mutua. La experiencia vital se volvió para muchos una de una enorme soledad y desamparo.

Para los jóvenes que construyeron su identidad en estos años, y que no tenían siquiera el recuerdo de una experiencia pasada de mayor contención o de lazos colectivos fuertes, el mundo se percibió como un lugar en el que cada cual debía pelear como podía para sobrevivir o para pasarla lo mejor posible. Para los que nunca habían tenido un empleo más o menos duradero ni una escolarización
continuada, el trabajo o la educación parecían carecer de todo significado. El sentido de pertenencia a una comunidad y la idea de futuro se hacían borrosos. A medida que la idea tradicional del progreso mediante un esfuerzo paciente aplicado al trabajo o al estudio fue perdiendo credibilidad (tanto como la noción de un mejoramiento a través de la lucha colectiva), se afianzó una valoración mayor de lo inmediato, “cortoplacista”. Sin un futuro que dependa de uno, lo único que parecía tener sentido era sobrevivir el día o encontrar una satisfacción momentánea. En este contexto, el consumo de
estupefacientes —que a comienzos de los años setenta era costumbre de apenas un puñado de personas, más bien de sectores medios y altos— se expandió vertiginosamente entre las clases populares. Junto con el abuso del alcohol, la marihuana, la cocaína y más tarde la letal pasta base se
volvieron parte de los hábitos cotidianos de muchos jóvenes de las clases populares (y también de sectores medios).

No todas las clases populares sufrieron este proceso de descolectivización de la misma manera, pero en los casos más extremos adoptó la forma de un individualismo e inmediatismo tales, que fueron diluyendo los códigos éticos y las nociones de cuidado de sí y de respeto al prójimo que hasta entonces habían tenido raíces más firmes. En un contexto marcado por una obscena corrupción en los sectores políticos y empresariales, las actividades delictivas pasaron a ser una opción aceptable también para un creciente número de personas de las clases populares.

Entre 1985 y 2000 los delitos contra la propiedad se multiplicaron dos veces y media en relación con la cantidad de población total.
Los picos mayores se registraron en los años de mayor crisis económica, que fueron también los de mayor desempleo y aumento de la desigualdad. Las características de la “mala vida” se transformaron profundamente. Una gran parte de quienes cometieron delitos en estos años no fueron delincuentes “de profesión”, con conocimiento de las técnicas del “oficio”, sino delincuentes ocasionales, improvisados, que muchas veces combinaban empleos inestables con robos u otras actividades ilícitas para completar un nivel de ingresos más o menos digno. La gran mayoría de ellos fueron varones jóvenes y los estudios muestran que una importante proporción venía de experiencias familiares en las que el padre había perdido un empleo estable ligado a un oficio: para ellos, el
trabajo honesto había dejado de ser la piedra fundamental de una orgullosa identidad.

No todos, sin embargo, ingresaban a ese mundo de manera voluntaria. En especial en las villas de emergencia, la policía aprovechó la vulnerabilidad de los habitantes —ahora despojados de las organizaciones que anteriormente los habían agrupado— para reclutar “mano de obra”. Los jóvenes villeros fueron las principales víctimas: buena parte de los que en estos años se volcaron al tráfico de drogas o al robo
lo hicieron como parte de bandas comandadas o protegidas por policías. Se ha documentado que en ocasiones se forzó a los jóvenes a “trabajar” para esas bandas contra su voluntad. Los numerosos casos de “gatillo fácil” (más de mil entre 1983 y 2001), fusilamientos encubiertos y causas judiciales “fabricadas”, comprobados en estos años, dan una idea de lo difícil que pudo haber sido para los villeros resistir la presión de los policías.

La “desprofesionalización” del delito trajo aparejado el abandono de algunos códigos que tradicionalmente habían sostenido muchos ladrones, tales como evitar en lo posible el uso de la violencia o no robar a los pobres o desprotegidos. Delincuentes oportunistas e improvisados, el éxito para los nuevos dependía de su arrojo, su fuerza física y su capacidad de “primerear” a la víctima, que esta vez podía ser otro pobre —incluso un vecino— y figuras y lugares considerados anteriormente intocables, como la escuela, la maestra, un jubilado o la iglesia del barrio.

El uso de la violencia como parte de los ilícitos, incluyendo los homicidios, se incrementó en estos años, aunque de manera leve, mucho menor que la de los delitos contra la propiedad. La tasa de muertes violentas aumentó especialmente entre los varones jóvenes, hasta un nivel superior al de la media histórica,
pero de cualquier modo comparable al de muchos países europeos y bien por debajo del promedio latinoamericano.
Así y todo, el sentimiento de inseguridad se apoderó de la sociedad argentina, que a comienzos del nuevo siglo se situó entre las más atemorizadas del mundo. Aunque mucha gente tiene la percepción de que hasta hace poco “se vivía tranquilo”, los estudios muestran que el sentimiento de inseguridad viene en aumento desde hace tiempo. Encuestas de mediados de los años ochenta señalaban ya que un
alto porcentaje de personas temía ser víctima de un delito. Dos grupos manifestaban este temor en particular: los que vivían en zonas suburbanas pobres y quienes tenían una ideología de derecha.

Sin embargo, la delincuencia figuraba más bien abajo, en quinto lugar, en la lista de las preocupaciones principales de la sociedad. Por entonces todavía la prensa no hablaba de “la inseguridad” y en los principales diarios las noticias de crímenes se agrupaban en una sección marginal. La situación cambió de manera sugestiva en los años noventa. Para 1993 la delincuencia ya ocupaba el tercer lugar entre las preocupaciones de la población y para 1997, el segundo (en 2004 llegaría al primer puesto).
El temor ahora se manifestaba entre gente de todas las condiciones sociales sin importar su ideología. En estos años se produjo un notorio cambio en el modo en que la prensa presentó la cuestión, generando la imagen de un país peligroso en el que los más pobres aparecían como una amenaza fuera de control. “La inseguridad” se transformó en una categoría de debate público.

Se hizo un uso político del asunto, ligando la delincuencia a otras formas de “desorden” en el espacio público; se invitaba de ese modo a la aplicación de una “mano dura” para restaurar el orden supuestamente perdido. El sentimiento de inseguridad se separó en buena medida de las evidencias empíricas sobre la evolución del delito en Argentina (de hecho, el pico de 2004 que experimentó el primero coincidió con una baja en el segundo). En su mayoría, los encuestados, por ejemplo, manifestaban temor a ser “atacados” en la calle por un extraño sin ningún motivo, un tipo de hecho
extremadamente infrecuente. Algunos temores sí tenían que ver con cambios en el orden de lo real.

Entre los encuestados más pobres, por ejemplo, junto al miedo a ser víctimas de un delito, figuraba el temor a ser objeto de la violencia policial. Entre los que viven en las villas de emergencia porteños, por ejemplo, ese miedo se manifiesta en una tasa que duplica y más el promedio general. Ese tipo de violencia, sin embargo, no cabe en lo que el discurso mediático llama “inseguridad”.
Los peores efectos de la gran transformación que comenzó con la dictadura se hicieron sentir en las villas de emergencia, que en estos años crecieron explosivamente. Entre 1983 y 1991 la población villera en la Capital aumentó un 300%, llegando a casi 51.000 habitantes.

Para 1999 ya eran 90.000, a los que se sumaban otros 300.000 en la provincia de Buenos Aires. A esos números habría que agregar los que se apiñaban en otros centros urbanos por todo el país. El panorama de la villa cuya historia hemos venido siguiendo en este libro —Villa Jardín— puede darnos una idea de la devastación producida. Hacia mediados de los años noventa el 62% de la población de entre 18 y 60
años estaba desocupada. La supervivencia pasaba para la mayoría por la ayuda alimentaria y los subsidios estatales. A ellos se agregaba una serie de actividades económicas informales, como la organización de ferias de comida, la cría de algunos animales, las reparaciones caseras y la costura
en talleres instalados en la propia casa para subcontratistas que, a su vez, trabajaban al servicio de grandes marcas de ropa. Las mujeres que se dedicaban a esto último recibían, por ejemplo, un pago de 10 pesos por cada cartera que cosían íntegramente y que en un shopping se vendía a 150. A pesar de las importantes mejoras urbanas como la pavimentación, que en los años noventa había avanzado mucho, las viviendas seguían siendo precarias. Los índices de mortalidad y de enfermedades continuaban siendo altos, especialmente por la contaminación y por la existencia de desagües a cielo
abierto. Las villas eran a mediados de los años noventa un territorio profundamente descolectivizado.

No quedaba entonces ninguna de las asociaciones y entidades que había animado su vida de antaño, ni funcionaba ninguna nueva. La mayoría de los problemas se resolvía a través de las redes clientelares que operaban ya aceitadamente.. Las redes familiares de autoayuda seguían existiendo, aunque muy debilitadas. En una encuesta realizada entonces sólo un 20% de los consultados recurría a sus parientes en caso de necesitar un medicamento costoso. Los delitos dentro de la villa se habían vuelto moneda corriente. Se dedicaban a tomar por asalto a los vehículos que pasaban para robar lo que pudieran, razón por la cual los remiseros y repartidores se negaron a seguir atendiendo a sus clientes de la villa, acentuando así su aislamiento. Algunos incluso se dedicaban a robar a sus vecinos y le “cobraban peaje” a los que salían a trabajar de madrugada, quitándoles el poco dinero que llevaban. Además, se habían convertido en una de las zonas más calientes de la adicción y tráfico de drogas de todo el Gran Buenos Aires. La parte de la villa donde se concentraban los “transas” era también el área de las “mecheras”, mujeres que se ocupaban del comercio en artículos robados. La política no era del todo ajena a las actividades ilegales.

Los vínculos humanos dentro de la villa se habían deteriorado notablemente. Donde antes primaba el sentimiento de que todos se conocían con todos y se ayudaban el uno al otro, reinaba ahora la desconfianza mutua. El miedo a los demás se reflejaba en la altura de las paredes de las casas que daban a los pasillos: mientras que antes cualquiera que pasaba podía asomarse y mirar hacia adentro, ahora se habían elevado hasta convertirse en verdaderos túneles. Los habitantes de mayor edad se quejaban constantemente de las actitudes de los más jóvenes, que “ya no respetaban a nadie”, y los culpaban de todas las desgracias. A pesar de que en la villa siempre habían vivido inmigrantes extranjeros, ahora tanto los viejos como los jóvenes solían descargar su bronca con ellos, culpándolos por la desocupación o por la caída de las remuneraciones. La violencia interpersonal era un aspecto constante de la vida cotidiana. Casi nadie sentía que podía confiar en la Policía."

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